Buscador de tesoros en los dedos ajenos

Del último libro que recuerdo haber salido ileso fue una cartilla en donde se me enseñaba a conjugar verbos, por allá en mi precoz infancia. Y lo digo porque, a partir de ella, a partir de que me dedico a jugar con los verbos y a inventarlos, no he podido encontrar la forma de que ningún libro me deje cicatrices, de hecho, no recuerdo ninguna ocasión en que no me haya llevado una marca, una señal, una huella en mi piel y en lo que llevo por dentro de ella.
Cuento esto porque ahora mismo, casi como en cámara lenta, veo cómo el libro digital que leo se pasea por mis brazos buscando la tierra más fértil para asentarse allí. Empezó en mi dedo anular derecho, desprendiéndose del botón de encendido de mi teléfono, y fue bajando poco a poco hasta las venas que se brotaron en mi antebrazo desde la adolescencia. Ahora lo veo esconderse por dentro de la manga de mi camiseta, lo siento cómo recorre mi pecho hacia el otro costado y, como si se tratara de uno de los libros más juguetones, al fin, salir por la otra manga, la izquierda, luego de haber rozado mi corazón. Da un par de vueltas en mi muñeca y recorre la palma izquierda hasta que al parecer para él termina en mi otro dedo anular, como reclamando que no tomo el libro con ambas manos por tener en la otra un libro de papel. Allí se planta, colonizador, en forma de equis. La deja allí tan rápido como suelto el libro y recibo una llamada equivocada.
Al parecer, eso viene a ser mi oficio, el mismo de ustedes que leen esto, lectores anónimos, una búsqueda de tesoros anónimos a los que nos entregamos sabiendo de antemano que no existen, como el arco iris que contemplamos cuando ha llovido, sabiendo que no existe sino en nuestros ojos.
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