El indiscreto encanto de las autobiografías

El indiscreto encanto de las autobiografías

Al visitar una librería notamos que los estantes se encuentran inundados de volúmenes con tapas verdes, rosadas y azules que sirven de telón de fondo para rostros de ilustres o ilustres desconocidos que acometieron la escritura de sus memorias.

Y es que la autobiografía está de moda. El humano, “voyeur” y exhibicionista innato, siempre está pendiente de la vida ajena. Sin embargo, no es solo eso.

Como anticipaba hace unas semanas Olivia Muñoz Rojas en su columna de “El País”, lo que atrae de aquel género literario es “la capacidad del autobiógrafo para recrear el contexto y las emociones que envolvieron los hechos”. Algo casi imposible para un gélido libro de Historia.

Lo importante no es la verdad del cuento. La autobiografía y la biografía siempre han coqueteado, más o menos descaradamente, con la ficción. Eso es lo que fascina.

Más allá de que la imparcialidad es una quimera, el hecho es que a la gente no le importa que una historia sea real, sino que sea interesante y esté bien contada.

El lector es un animal hambriento de sensaciones. Los chismorreos le apasionan solo si es que el narrador sabe contar su cuento con eficacia. Si es así, jamás se preguntará qué es real y qué no.

El poder de la ficción, por lo demás, consiste en que esta termina por transformar a los eventos que la inspiraron. A nadie le importa saber cómo hizo en realidad García Márquez para mandar el manuscrito de “Cien años de soledad” a Buenos Aires, pero le fascina repetir su relato cargado de maromas y apuestas insensatas.

Ramón Gómez de la Serna con su “Automoribundia”, por ejemplo, es la prueba de que no importa la realidad y sí el modo de contarla:

En aquel momento el reloj del comedor acababa de dar una media. Todo el fondo de la casa estaba abandonado como durante los recibimientos del señor que vuelve de viaje o como en la hora en que la muerte entra en la alcoba que está en la cabecera de la casa. Mi sofoco había llegado a ser tan irresistible, que hice el esfuerzo supremo y me deslicé en el mundo. ¡Qué ambiente más tibio!

Lo primero que hice fue hacerme pipi en el terráqueo. (El mundo he comprendido después que se merecía aquel primer gesto de rebeldía.) Mientras hacía pipi me desperecé con esa graciosa desenvoltura del pato cuando sale de la caja del prestidigitador, donde también era inverosímil que estuviese. La luz me molestaba de tal modo los ojos que no quise abrirlos. La luz me escocía en todo el cuerpo, y hasta me deslumbraba los párpados traslúcidos. Un ruido numeroso, inundante y demasiado claro, me tenía excitado y ensordecido, un ruido como el que producen los carros cargados de latas de petróleo al pasar por las calles puntiagudas.

El libro está cargado de humor y poesía y el público pasa por él sin discutir. No se cuestiona nada. Como si estuviese sentado en un cinematógrafo, el lector deja que las imágenes que salen de la pluma lo transporten a una dimensión con una lógica tan diferente que hasta tener conciencia del alumbramiento propio es natural.

De todas maneras, esto no nos debe llevar a engaño. La gente sí se percata de la farsa, lo que ocurre es que decide asumirla como verdadera por su calidad. Eso es literatura.

La lucha entre realidad y ficción es el arte. El mismo que, si es bueno, nos impulsa a rechazar prejuicios racionalistas, esos que el oscuro Siglo de las Luces apreciaba tanto, para dejar que la poesía los metamorfosee.

Así, Mircea Eliade cuenta en “Las promesas del equinoccio” sus veleidades, logrando que no lo despreciemos cuando, por cobardía, juega con dos amores, e incluso llegamos a comprenderlo.

Stefan Zweig en “El mundo del ayer”, al decirnos que su tren se cruzó con el del káiser derrotado en la frontera suizo – austriaca, nos hace lamentarnos profundamente por la desgracia de ese rey sin corona que nunca llegamos a conocer.

Ahora, los autobiógrafos no son solo escritores: políticos, artistas y mendigos se desnudan sobre cientos de hojas. Algunos con el dudoso anhelo de convertirse en ejemplo, otros con el siniestro empeño de conseguir votos y unos más solo porque necesitan contarse.

No importa. El número de páginas que se publican es lo de menos porque el lector, aunque no lo parezca, tarde o temprano segrega lo que no vale la pena.

Empero, esa segregación no se calcula de acuerdo al número de mentiras que contiene cada carilla, sino de acuerdo a la calidad con la que se las cuenta, pues la historia no es una sucesión de hechos, sino el complejo tejido de sensaciones que estos generan en nosotros.

 

(Más travesuras en La rue Morgue…)

José Luis Barrera3 Posts

José Luis Barrera (Quito, 1983) escribidor y periodista freelance. Para sobrevivir ha ejercido varios oficios: profesor de literatura agnóstico en un colegio de monjas, cobrador de deudas ajenas, librero, maestro de artes marciales y periodista. Algunos de sus relatos han aparecido en antologías como Minimal (Efecto Alquimia, 2011) y Nunca se sabe (Eskeletra y Cactus Pink, 2016), así como en su único y detestado primogénito literario, El espejo de Mambruk (K-Oz 2011). Actualmente, trabaja en un nuevo libro que borre las llagas dejadas por el primer error, al tiempo que colabora en revistas como Mundo Diners, Terra Incognita y medios digitales de Ecuador y España. En 2018, ganó conjuntamente con Jonathan Álvarez el concurso Pichincha Escribe de la Casa de la Cultura en la categoría de crónicas, publicando el libro Esquiziudades. Sus historias de ficción y no ficción también se pueden leer en su sitio blog La rue Morgue, parte de un proyecto literario – periodístico enfocado en demostrar que una vida dedicada a la literatura es posible y no un milagro.

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