Ellos y mi café

Cuando preparo café para las horas de lectura, le pregunto a los demás si también van a beber mientas tanto. Hablo de los libros, ya se sabe que se descuida uno un instante y ellos ya se han bebido todo el café y comido las galletas más sabrosas, por no decir que ya se han adelantado en las lecturas leyéndose entre sí. Porque los libros se leen entre ellos, como siempre ha sido desde que son pergaminos hasta hoy, que son bits. Sucede hasta en las mejores familias. Y hasta en las casas en donde hay muchos libros y nadie los lee. Sobre todo porque nadie los lee.
Así que hoy, por jugarles una broma, preparé el café con sal. Hice todo de la misma manera para no delatarme, y sobre la mesa de centro dejé el litro de agua salada que remplazaba al de café dulce, como siempre. Me dispuse a leer y a hacerme el ido mientras ellos se lanzaron a la carga. Pero más se demoraron en llegar al agua para que mis ojos vieran las letras del que tenía en la mano caer como si las atrajera la gravedad con más fuerza que a mí, que nada me mueve del lugar en donde estoy cuando leo. En menos de lo que canta un gallo, o de lo que se acaba un buen café, se formó un caos a mis pies. Amontonados, desordenados, abundaban los cadáveres, parecía que estuviera en un campo de batalla. Todas las letras de todos los libros estaban, pues, a mis pies. Yacían.
La broma me salió al contrario porque tuve que ordenar, una a una, libro por libro, todas las letras que recogí. Lo bueno de lo malo, por decirlo de alguna manera común, fue que pude hacer dos de las cosas que más disfruto a la vez. Pero que me perdonen los dioses de las letras, porque todo quedó diferente.
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