Fragmento de Los seres que nos miran

I
Terminó de dar la clase, seguramente la más tediosa de su carrera, y salió del aula sin despedirse. Se dirigió a la estación de autobuses que estaba cerca de la universidad, conteniendo cualquier manifestación de tristeza que pudiera convertirse en hablilla y dispuesto a eludir a cuanto conocido se cruzara por el camino. No quería verse obligado a crear fábulas vergonzosas, de esas que se dicen en voz baja, cerca de la oreja.
El autobús estaba para salir e iba casi vacío. Subió rápidamente, justo antes de que iniciara la marcha, y se sentó en el último asiento, bien alejado de los demás pasajeros. Hizo trasbordo y volvió a sentarse al final del autobús. Iniciaba un viaje de hora y media, durante el cual vería montañas descomunales, vastos valles accidentados, vendedores amodorrados a la orilla de la carretera, animales de carga, plantaciones de cambur, jornaleros lentificados. Intentó olvidar el problema que lo afligía, pero la mala noticia se había transformado en una enfermedad, cuyo remedio no conseguiría en ninguna farmacia.
Por primera vez en veinte años se arrepintió de haber escogido esa profesión que en su casa siempre sonó rimbombante, de la cual se enamoró irremediablemente luego de leer aquel librito revelador que halló por casualidad en la carreta chueca del vendedor ambulante que visitaba mensualmente su pueblo. Recostó la cabeza en la ventana y trajo a la memoria los lejanos recuerdos de ese día maravilloso: una vez que su madre oyó el llamamiento, salió apresuradamente para comprar un mantel largo, de múltiples colores, con el cual deseaba adornar la mesa grande del comedor. Él se hallaba fuera, acariciando la crin corta y dura del burrito manso y dormilón que tiraba de la carreta, y se distraía golpeando con el puño infantil la campana larga que llevaba el animal guindada del cuello, la cual usaba el viejo vendedor para avisar a los vecinos de su paso por el pueblo, a la vez que voceaba: «Rooopavejerooo, cachivacherooo». En uno de los laterales de la carreta vio unos libros usados, que estaban medio tapados por unos vestidos. Le llamó la atención la carátula de uno de ellos, en la que se veían unas figuras indefinidas entre humanas y monos en la mitad de la portada y tres cráneos de diferentes tamaños y formas en la otra mitad. Le pidió a su madre que se lo comprara; la mujer miró la carátula y levantó las cejas; él hizo unos gestos de súplica; ella, una mueca de desaprobación. El viejo miró el libro pequeño y mohoso, por el cual nadie había mostrado interés, y le aseguró que si le compraba dos manteles, se lo obsequiaba. Ella iba a rechazar la oferta, pues un mantel era suficiente, pero el niño ya había salido corriendo y gritando de alegría, creyendo que el negocio estaba concertado. Se dirigió a la parte de atrás de la casa y se sentó sobre un pequeño tronco que usaba el gallo para cantar, bajo la extensa sombra del árbol cargado de mangos amarillos. Abrió apresuradamente el libro y pasó la vista con ansias por la primera página: «Editado en España». «Todos los derechos reservados». «Bienvenido a este maravilloso mundo». Leyó las cincuenta páginas y contempló las veintitrés ilustraciones en blanco y negro esa misma tarde. Entonces aprendió que la vida tuvo un origen distinto al que le habían contado, el cual ocurrió en países muy lejanos, que durante milenios no tuvieron nombres, y que muchas personas desaparecieron dejando vestigios e indicios de su existencia para que otras los encontraran. Le pareció más fascinante lo que acababa de leer que el catecismo que estuvo estudiando unos meses antes, en la capilla que nunca llegó a ser iglesia. Ese mismo día decidió que sería licenciado, que ejercería su licenciatura una vez supiera dónde y que sería profesor universitario.
Prestó atención al paisaje selvático, tupido, que parecía un laberinto de setos interminables. Se arrepintió de lo que había pensado. Fue injusto consigo y con su profesión amada, la cual era la causa de su felicidad y su orgullo. «Estoy seguro de que escogí la profesión de mi vida, la profesión más bella; el problema es que no fui yo quien escogió el país en el que debía nacer», pensó para reconfortarse. Miró su reloj. Habían pasado seis horas desde que el rector le informó, con circunloquios soporíferos, que había recibido la orden de cerrar las escuelas de Historia y la de Antropología ―esta última no llegaron a inaugurarla nunca―. Sabía que iba a suceder, que era inevitable, pero siempre mantuvo la esperanza de que algo extraordinario ocurriera. Durante mucho tiempo se sintió como un condenado a muerte, a quien le notifican que será ahorcado en cinco años. Entonces, se queda contando los días, creyendo que se olvidarán de la ejecución de la sentencia, que el juez extraviará el expediente, que un incendio incontrolable acabará con el juzgado y todo quedaría convertido en cenizas ―tantas cosas suceden en cinco años―. Sin embargo, el día indicado para ejecutar la condena, uno de los guardias, quizá sin brusquedad, considerando que son sus últimas horas, le dirá mientras abre la puerta de la celda: «Llegó el día». En ese momento, todas las conjeturas, las especulaciones más bizarras y las cábalas ancestrales pierden su crédito; vuelven a ser meros pensamientos ociosos, atisbos de una ilusión, barajas egipcias incompletas.
Recordó las palabras de su apreciado profesor de Historia, el día en que decidió jubilarse: «De los ocho alumnos que se inscribieron hace veinte años, tú eres el único que ejerce la profesión. En los últimos dos años, casi nadie ha querido inscribirse en la escuela de Historia. Y no sé tú, pero yo estoy cansado de impartir clases de Historia en las demás carreras. A nadie le interesa ni nos toman en serio. Para los alumnos es una materia tediosa que deben aprobar a fin de cumplir con el programa. Definitivamente, esas no son carreras para países subdesarrollados y menos para países como el nuestro».
Bajó sin prisa del autobús. Dejó la carretera asfaltada y entró al camino de tierra, flanqueado por la empalizada y el monte crecido. El viento parecía jugar con el cementerio de hojas que cubrían parte del camino, moviéndolas de un lugar a otro. El arbolado tupido y ruidoso se blandía ante los barruntes de tormenta que amenazaban la zona. Caminaba lentamente, seguido por la tristeza que decidió acompañarlo ese día. La mirada doblegada precedía sus pasos. Saludó a las personas que vio por el camino con una mínima inclinación de la cabeza, mostrándoles un conato de sonrisa y sin pronunciar palabras que no sentía. Pensaba en las penurias de los grandes pintores y en los genios musicales decimonónicos. Muchos pintores debieron esperar semanas por un benefactor que les encomendara una obra. El dinero apenas les alcanzaba para pagar la renta de un cuartucho; con frecuencia su principal comida consistía en un mendrugo y un trozo de queso rancio, que acompañaban con un poco de vino; difícilmente podían comprar más de dos mudas de ropa de segunda mano al año. A los músicos no les fue mejor, aunque algunos llegaron a trabajar para un monarca o cortesano. Analizó esas vidas miserables, pero llenas de colores y armonía, de momentos felices que solo conseguían en sus talleres y en las tabernas donde se reunían con los amigos para jactarse de sus proezas culturales.
Después de caminar poco más de dos kilómetros, llegó a su pequeña casa de ladrillos. Cerró la puerta despacio, como si hubiera alguien más en esa casa vacía y él no deseara importunarlo. Se dirigió a su habitación y se acostó sobre la cama blanda, cuya sábana había estirado por la mañana. Una de las descoloridas paredes estaba cubierta por torres de libros de antropología, prehistoria, arqueología y otros tantos en lengua francesa, la cual dominaba muy bien. Se quedó viendo el techo gris mientras pensaba en lo que podía pasar en su vida. Las palabras de frustración del viejo profesor se volvieron a repetir en su mente, y creyó sentir la presencia del ilustrado detrás de él, sentado en una silla de cáñamo, con las piernas cruzadas, los ojos cerrados, como si reflexionara profundamente. Aceptó que su sueño de formar un equipo antropológico de investigación, con el fin de continuar los trabajos de campo en la Sierra, nunca dejaría de ser una fantasía, y terminó viendo ese sueño como una pesadilla recurrente, en la que aparecía en el campo, buscando restos de sí mismo que no podría encontrar porque esa mañana le dijeron: «Tú no existes». Sintió una gran frustración y, por más esfuerzos que hizo para contenerse, no logró impedir que unas lágrimas bajaran lentamente hacia las orejas ―el único consuelo era que ni sus alumnos ni sus colegas lo vieron llorar―. En esa posición permaneció, como si estuviera en su último trance, mientras buscaba alguna solución a la difícil circunstancia que estaba viviendo.
El hambre llegó inesperadamente y lo hizo olvidar la tristeza lenta y pesada que lo mantenía amarrado a la cama. Recordó que no había comido en todo el día, solo bebió dos tazas de café. Odió sentir hambre, le parecía inoportuna esa necesidad, que en mala hora llegaba para irrespetar su desconsuelo y su angustia. Decidió no levantarse de la cama. Desoyó el rugido de su estómago. Intentó darle luz a su futuro, al cual veía como una pintura abstracta y descolorida en la que se había desdibujado todos sus proyectos, quedando como él decía: en un trópico colorido de hambre. «Vaya profesional», volvió a reprocharse.
Fue el único de su familia que ingresó a la universidad, pero no para graduarse de ingeniero, como siempre quiso su madre, sino para estudiar una carrera que, como ella le aseguró, lo llevaría a morirse de hambre. Con el dinero que ganaba en la universidad, trabajando de ayudante de unos antropólogos franceses, en las excavaciones que realizaban en la Sierra ―una de las montañas más grandes de su pequeño país―, proyecto financiado por el Gobierno francés, construyó una modesta casa con el apoyo de uno de sus hermanos ―quien dirigió a los tres obreros que logró contratar―, a unos setenta metros de la casa donde nació. A los tres años se mudó para no ver la cara de frustración de su madre, ni los reproches que sus ojos le espetaban, ni la sonrisa entendida que solía mostrarle mientras se despedía temprano en la mañana, cuando él salía hacia la universidad, con la que parecía decirle: «Después no digas que no te lo advertí». El día de su graduación, su madre asistió al acto de entrega de los diplomas, motivada más por el compromiso con el hijo estudioso y colaborador que por el interés de verlo concluir esa profesión. Se graduaban tan pocos estudiantes que bastó un salón para realizar el acto protocolar. Los familiares se aglomeraban en la parte de atrás y desde allí escuchaban los nombres de los graduandos, pronunciados en voz alta por el decano. Los buenos momentos de la universidad duraron hasta que el Gobierno francés dejó de suministrar dinero; entonces comenzó un proceso vertiginoso e imparable de decadencia, que se notaba hasta en las paredes.
En los últimos once años, el país había tenido tres dictaduras militares. Todavía costaba acostumbrarse a la democracia, a que gobernara un hombre proveniente de la vida civil, elegido por votación universal, directa, secreta y sin amedrentamientos. Estos hechos obligaban al nuevo Presidente a dedicar mucho tiempo a mantener satisfechas a las fuerzas castrenses. Las tres universidades públicas del pequeño país debían esperar tiempos mejores, mientras tanto vivían en la inopia.
En medio del sueño profundo en que había caído, su estómago empezó nuevamente a sonar como un burbujeo musical que pasaba raudo por todas las notas. Se despertó molesto y permaneció sentado en el borde de la cama mientras esperaba que el sopor perdiera fuerza. Tomó aire, se levantó pesadamente, como si llevara encima una mochila de piedras, se calzó unas chancletas viejas y se dirigió a la cocina. Vio por la ventana la extraña claridad de la noche y pensó que se debía al plenilunio. El gallo cantó con tanta fuerza que le produjo un leve mareo. Pensó que el animal se había trastornado. Miró su reloj de pulsera: marcaba las cinco y treinta minutos; entonces se dio cuenta de que había dormido toda la noche. Abrió la nevera para buscar unos huevos; la pequeña cesta estaba vacía. Salió por la puerta trasera y fue al corral de las gallinas.
Introdujo la mano debajo de la más ponedora y sacó dos huevos blancos y tibios; la gallina clueca, acostumbrada al mismo despojo, abrió por un instante los ojos y siguió dormitando. Cuando regresaba a la casa sintió ganas de orinar, lo que le provocó otro arrebato de ira. Le pareció impertinente sentir ganas de orinar y hambre al mismo tiempo; pero no tuvo otra alternativa que dirigirse al baño a vaciar la vejiga.
De regreso hacia la casa divisó una figura que pasó tras una ventana que siempre atrajo su interés, ubicada al lado de la casa de su madre. La imagen que creyó ver lo dejó petrificado. Se detuvo en medio de la parcela, esperando que volviera a aparecer la persona en la ventana. La cabeza se le fue llenando de recuerdos felices de su infancia y su adolescencia, los cuales no reflejó su rostro. El gallo saltó de la rama más baja del árbol de mango, desde donde acostumbraba anunciar el nuevo día, y empezó a rondarlo lentamente. La imagen femenina volvió a aparecer en la ventana: estaba de espalda, con las manos en la cintura: parecía un ánfora griega. No tuvo la menor duda. Abrió un poco la boca y respiró profundo, necesitaba desacelerar su corazón. En su cabeza se produjo un calor recalcitrante que le bajó por las orejas, se detuvo en el cuello y le secó la garganta. Apagaron la luz del cuarto. Él entró a su casa, dejó la cesta sobre la mesa de la cocina, se lavó la cara con agua fría del fregadero para espabilarse, metió la camisa dentro del pantalón y salió con mucha prisa hacia la casa de su madre.
Al llegar, se encontró en la puerta de entrada con dos de sus hermanas, quienes salían al trabajo.
―¿Y eso? ¿No tienes que dar clase hoy? ―preguntó una de sus hermanas.
―No tengo clase hoy. Y las niñas, ¿ya están en la escuela?
―Se acaban de ir. ¿No las viste por el camino?
―No. ¿Mamá está despierta?
―Tú sabes que mamá se despierta todos los días a las cinco en punto; creo que está en el corral ―respondió la otra hermana.
Se despidieron tocándose los hombros y sin mirarse a los ojos.
La casa estaba vacía. Dos de sus hermanas, sus tres hijos y su hermano menor, quien estaba recién casado, vivían allí. Pasó por el comedor, donde había una larga mesa que su padre compró, mucho antes de que él naciera, con la intención de ir llenándola de comensales, con el favor de Dios. En la pequeña sala vio la fotografía de su difunto padre. Fijó la mirada en la sonrisa sincera que mostraba el buen humor que siempre lo caracterizó ―de cualquier acontecimiento hacía un chiste, pocos incidentes lo alteraban. Solía decir ante cualquier adversidad: «Si Dios así lo quiere, que así sea», luego venía la risita chillona―. Miró la fotografía de su madre, que estaba junto a la del difunto, tomada el día de su boda: era una jovencita, casi una niña; se veía muy feliz; abrazaba al minero mientras mostraba sus pequeños dientes blancos. Le seguían las fotografías enmarcadas de todos ellos, puestas por orden de nacimiento. Él era el quinto hijo de la mujer fecunda.
Encontró a su madre alimentando a las gallinas en el corral de alambre, ubicado al fondo de la parcela. Caminó hacia ella mirando de soslayo la ventana de los vecinos.
―Muchacho, ¡tú por aquí a esta hora! ¿Pasó algo malo?
―Se cumplió su profecía, vieja, cerraron algunas carreras en la universidad ―aseveró con melancolía, con resignación, como diciendo: «Ya sé que usted me lo advirtió muchas veces, no me lo eche en cara, por favor»―. Me quedé sin trabajo administrativo. Ahora solo daré clases, que cada día son menos. Pero no se preocupe, hoy mismo salgo a buscar trabajo en las dos escuelas que hay por la zona, a ver si puedo dar clases de Historia o Biología; bueno, de lo que sea.
―Ay, mijo. Yo se lo dije, esas no son profesiones para estos pueblos. Yo podré ser una vieja inculta, me retiraron de la escuela en segundo grado, pero la vida le enseña a uno. Yo sabía que eso iba a pasar. Recuérdese de lo que le dije aquella vez que se fueron los franceses: que era mejor que se pusiera a trabajar con su hermano Manuel en la carpintería. Mire qué bien le está hiendo. ―La mujer dejó de lanzar el maíz―. Vámonos pa dentro a tomarnos un cafecito.
Antes de entrar, el hombre miró hacia la ventana oscura y luego cerró lentamente la puerta. La mujer sirvió el café en dos tazas de arcilla. Era la hija bastarda de una indígena y un portugués, del cual apenas conservaba recuerdos. De la lucha de razas que hubo en el vientre de su madre, la indígena salió triunfante; del lusitano solo heredó unos ojos castaños, tan claros que todos pensaron que nació con cataratas. De los hijos que tuvo con el minero, él fue el único que nació con ojos parecidos.
Ella había perdonado a su hijo por la decisión que tomó, aunque la juzgaba como un acto de rebeldía y una desconsideración a la memoria de su esposo. Él, en cada oportunidad que se le presentaba, volvía a contarle las historias de los pintores y de los músicos de siglos pasados; tan reiteradas fueron que terminó por entender lo que su hijo sentía al ejercer esa profesión tan mal remunerada. Ella le repetía una y otra vez lo que sintió al enterarse de la profesión que él quería estudiar, y argumentaba que su padre salía a trabajar todos los días con el propósito de hacerlos a todos hombres y mujeres de bien.
―Ese era el sueño más queridísimo de su vida. Siempre me dijo que hubiera querido tener a un ingeniero en la familia, igual a los jefes que tuvo en la mina.
Conversaron durante toda la mañana. Ella cocinó para los dos una tortilla de tres huevos, la cual acompañó con queso de cabra y un poco de pan de maíz que había preparado el día anterior. Sin discutir ni alzar la voz, terminaron por darse mutuamente la razón. Él sabía que ella aspiraba lo mejor para todos, y ella estaba orgullosa de contar con un intelectual en la familia. Nunca se lo quiso decir directamente, y menos ahora que las circunstancias le daban la razón; pero cada vez que tenía la oportunidad, asomaba la idea.
La mujer comenzó a lavar los platos. Él permaneció sentado, mirando la espalda de su madre.
―¿Sabías que llegó Inés? ―le preguntó ella en forma distraída, como un comentario más que rompiera la monotonía de los mismos temas de conversación.
―¿Cuándo?
No se atrevió a decirle que ya lo sabía, porque se habría visto en la obligación de explicarle que miraba viciosamente la ventana de su vecina todos los días y que, de tanto hacerlo, conocía cada una de las vicisitudes que habían sucedido: que hacía dos años un yigüirro hizo un nido en la parte izquierda del marco, la lluvia lo tumbó, la avecilla pertinaz construyó otro, y cuando por fin eclosionaron los huevos, un gavilán devoró los diminutos polluelos. Ningún pájaro volvió a construir un nido en esa ventana. Transcurrió un año sin novedad, hasta que unas avispas pequeñas y amarillas, cuya picadura era muy dolorosa, hicieron un panal, que cada mes fue aumentando de tamaño y llegó a cubrir casi la mitad de la ventana. Una noche, uno de sus vecinos echó el panal al suelo con un golpe certero, enseguida le roció gasolina y lo hizo arder como una hoguera medieval. El olor a avispas chamuscadas se mantuvo hasta el día siguiente. También recordaba que la última persona que pintó el marco de la ventana fue el hijo de su vecina, antes de casarse e irse quién sabe a dónde.
―Anoche. Ya su madre me había dicho, en la mañana, de su regreso, cuando estábamos alimentando a las gallinas en el patio. Se divorció del alemán y se vino con sus hijos.
―¿Cuántos hijos tuvo?
La mujer se dio vuelta porque no reconoció la voz de su hijo, le sonaba forzada y dolida.
―Tuvo con el alemán uno solo. Y la muchachita, la que tuvo con Joaquín. ¿Te acuerdas de ella? Está grandotota. Ya es toda una mujerona.
―Sí, me acuerdo, debe de tener más de veinte años.
―Más o menos. El muchachito salió igual al papá: blanquiiito y de ojos azules. De la madre no se le ve na. ¡Esa es una raza fuerte! ¿No crees? ¿Te acuerdas cuando trajiste al alemán?
Ese hombre sí era grandote y buenmozo.
―Sí, me acuerdo ―habló con tristeza, la resignación le desaceleró el corazón.
Ella comenzó a contarle sobre el trabajo que hacía su marido en la mina, repitiéndole las mismas historias, como si fuera un desconocido que visitaba la casa por primera vez. Él dejó de escucharla; el recuerdo de su vecina caló en su cabeza.
Toda su vida había estado enamorado de ella, nunca se lo confesó porque sabía que no le correspondería. Ella nació cuatro años antes que él y siempre mostró interés por los muchachos mayores. Era la muchacha más bonita del pueblo y muchos aseguraban que no existía belleza semejante en toda la comarca. Le conoció el primer novio cuando ella tenía catorce años. Ese día sufrió el dolor ponzoñoso de los enamorados que no son correspondidos. Perdió el apetito de chivo que lo caracterizó desde que nació. Su madre pensó que estaba enfermo y le estuvo administrando, con el propósito de curarlo, dos cucharadas al día de aceite de hígado de bacalao. A la semana empezó a comer forzado y así prescindir del remedio que le producía regüeldos ácidos. Continuó abstraído por varias semanas, rondando la casa como si montara guardia. Se asomaba varias veces al día por la ventana de su cuarto con la ilusión de verla, de compartir una sonrisa, y esperaba con ansias las pocas veces que ella le mostraba una risita a modo de saludo. Ese gesto era suficiente para mantenerlo el resto del día perdido en tenues suposiciones.
Los seres que nos miran
Editorial: Punto rojo
Colección: libros en español, ficción
Páginas: 240
Jaime Huertas Fernández (Caracas, 1968)
De madre española y padre colombiano. Comenzó a escribir desde temprana edad.
Ha publicado las novelas:
–Panteón vacío (Caracas, 1992)
–Generaciones vencidas (primera edición: Caracas, 2004; segunda edición: España, Caligrama, 2021)
–Tu mano en mi rostro (España, Caligrama, 2020)
El hombre no tiene límites, el límite lo pone cada uno. No hay límites para el entendimiento humano. Las generaciones van pasando sus conocimientos, y cada vez el hombre es más sabio”. (pág.114)
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