El libro que a toda costa quieren venderme el hombre del otro lado del mostrador me parece muy familiar. Y lo es porque se trata de un ejemplar de mi primer libro de poemas. Y lo que más me agrada de esto no es cuántas vueltas por el mundo tuvo que dar para llegar de nuevo a las manos de su madre, que soy yo, que a la vez soy su padre, sino la tenacidad con la que este hombre quiere venderme este ejemplar de poemas mal hechos y, sobre todo, de palabras mal envejecidas. Se nota que no lo ha leído. Al final, luego de que el hombre luchara contra sí mismo, de seguro porque sabía de antemano que se trataba de un engaño, y se venciera, se lo compré y me vine a casa con la frente tan baja que le hice zancadilla a todos los transeúntes de la ciudad. Así caminan los vencidos por sí mismos, practicando un curioso contraste entre ellos y quienes se vencen a sí mismos, que de tan alta que la llevan hacia el cielo, terminan haciéndole zancadilla nada más que a ellos mismos.

La cura para esto fue, en efecto, la compra y la posterior lectura del libro en mención. Lo leí como si no lo conociera porque no lo conocía. Así es esto de escribir libros. Y ahora estoy en busca de un comprador de libros malos, de esos que se apilan en las mesas de novedades y se dan golpes por obtener el premio mayor, que, como cabe suponer, resulta siendo luego el premio menor.