Pabellón 4-B

Pabellón 4-B. Primer miércoles de febrero, el reloj marcó las 10 am. Mientras mis compañeras hacían el pase radial, me despedí y abandoné el estudio. Cargué agua fresca en un termo y subí a mi auto.

El baúl estaba lleno de libros y una colección de revistas (El Gráfico), donación de unos colegas. En el GPS escribí: Unidad 43, González Catán. El estimativo del viaje era una hora y diecinueve minutos.

En el primer tramo, la velocidad del auto no superó los 60 km por hora. La Avenida General Paz (autopista de 24,3 km de extensión, una de las vías terrestres con más caudal de tránsito del país) estaba trabada.

A mitad de camino, a la altura de Liniers, había un carril obstruido. Logré sortearlo y avanzar. Dos horas después, llegué a destino.

La temperatura en Buenos Aires alcanzó los 31 grados. El jean y la camisa larga -hasta las pantorrillas- lograron que deteste el verano por un instante.

Estacioné en el campo que limita con la cárcel del Municipio de La Matanza. Bajé una bolsa con libros. Me acerqué al portón principal y aplaudí mis manos, para que el sonido se escuche en la cabina de recepción.

A unos metros, un grupo de mujeres estaban sentadas con sus hijos, bajo el techo de chapa que resguarda una ventana, donde se recibe la mercadería para los reclusos.

El oficial me preguntó quién era, le dije que venía a dar un taller de lectura y escritura. Asintió con la cabeza, abrió el candado. Solicitó mi DNI, tomó los datos correspondientes e hizo un llamado para que vengan a buscarme.

A los minutos, apareció una policía y le dio unos papeles a su compañero. El hombre se acercó a la reja de entrada y de inmediato entregó los certificados a cada una de las- nueve- mujeres que esperaban allí afuera. En cuestión de segundos, no quedó nadie en las inmediaciones del terreno.

Pasaron quince minutos, el sol estaba sobre la penitenciaría, la bolsa de libros a mis pies. Cuando volví a mirar al personal carcelario, lo divisé con un abrelatas dándole curso a una lata de paté. Notó la intensidad en mis ojos y dijo:

     ¡Ya la vienen a buscar!

El Director de Cultura, Marcelo, fue el encargado de acompañarme. Cargó con la bolsa y atravesamos el resto de los portones y candados, hasta llegar a la escuelita. Allí nos esperaban algunos presos.

La traba burocrática que nos faltaba superar era si la clase introductoria -del Taller de lectura y escritura- se iba a dar en el pabellón, como pretendían los detenidos, o en un aula escolar, como querían los trabajadores del Servicio Penitenciario.

Me pidieron que pase a una oficina, allí estaba Verónica y otros tres policías. Entregué una hoja con unas líneas que explicaban la idea del proyecto de educación, apenas lo leyeron me pidieron que arme un plan más detallado, para que lo aprueben desde Jefatura y me habiliten el ingreso anual.

Prometí mandarlo por mail en unos días. Otra vez solicitaron que les explique cómo iba a ser el curso:

La idea es hacer un taller similar al que damos con mi colega Julián Maradeo en la Unidad 9 de La Plata. Él es el coordinador, lleva nueve años en “El Ágora”, a cargo del espacio de “escritura y comunicación”. Aquí pretendo algo similar: que lean y escriban. Mostrarles otros mundos, otras realidades; hay más que esas cuatro paredes. Quiero que elijan un libro y antes que una faca.

Después de varios minutos, resolvieron que la clase fuera en el pabellón, con custodia de un oficial. Me dieron media hora para presentarme y entregar los libros.

Nos dirigimos por el pasillo que une el colegio con el rancho; me crucé con un grupo de mujeres, eran tres profesoras, nos saludamos con efusividad:

       ¡Que Dios te bendiga!, me dijo una de ellas.

¡Muchas gracias, igualmente!, respondí, sin aclararle mi situación actual con Dios.

Pabellón 4-B 

Estaba en el corazón de la cárcel, finalmente entré al pabellón 4-B. Un mantel naranja le daba vida a la mesa. Mis ojos se posaron en los platos con galletitas, los cuadernos, las lapiceras y el equipo de mate.

Todo esto sucedía a centímetros de las celdas: cada una de ellas con su cortina colorida, separando la intimidad más íntima.

Las paredes verdes me dieron buen augurio. La cocina tenía una hornalla encendida, un fuego fuerte calentaba la pava. Todo estaba limpio y ordenado. Saludé a los veinte muchachos, uno por uno.

Me dijeron que me acomode donde prefiera, por inercia terminé en la cabecera de la mesa.

Me senté y mi mirada fue directo a la biblioteca, la fabricaron ellos en el taller de carpintería. Esos cuatro ejes, con cinco estantes de madera, estaban listos para recibir los libros.

Pabellón 4-B

Antes de comenzar mi charla, los muchachos me entregaron un regalo: una matera con mi nombre (la hicieron en el espacio destinado a marroquinería). Luego de unos minutos de conversaciones cruzadas, me puse de pie e inicié el taller:

Soy Ana Isabel Sicilia, comunicadora social. Si todo sale bien, tendremos una clase por mes, de tres horas aproximadamente. Vamos a leer y escribir, quiero que expandan sus mentes. Vamos a dar la batalla con las palabras, desde adentro. Afuera no quieren que los humildes pensemos, nos quieren oprimidos, no les demos el gusto- enfaticé.

Uno de los jóvenes interrumpe con la mano arriba:

      ¿Cuál es el libro que más la marcó?, preguntó Néstor con una sonrisa.

Me marcaron muchos libros pero el principal fue Santa Evita (de Tomás Eloy Martínez). Eva es mi guía espiritual, la admiro- dije con orgullo.

Nunca leí un libro, no me gusta leer- me retrucó.

Mi desafío es que al finalizar el año la respuesta sea otra. Y ojalá encuentres un libro que te marque la vida- respondí con alegría.

Sacaron todos los libros de la bolsa, los dispusieron sobre la mesa. Sugerí que se los pasen de mano en mano, los abran, los toquen, los observen. Luego, pedí atención absoluta y levanté un ejemplar:

Pabellón 4-B

Les dejo OCIO de Fabián Casas, es mío, no es para la biblioteca. Quiero que lo lean entre todos, tienen un mes, la próxima clase vamos a conversar sobre esta lectura.

Uno de los internos propuso que OCIO se quede una semana en cada celda. Me pareció una buena resolución.

 

El guardia se levantó de su silla y avisó que el tiempo había finalizado. Agradecí. Aplaudieron. Y así quedó inaugurada una nueva biblioteca, esta vez en un pabellón.

Pabellón 4-B

Hicimos el mismo recorrido hasta la puerta de ingreso. Marcelo me acompañó hasta el auto, abrí el baúl y le entregué las otras dos bolsas con libros. Nos saludamos. Comenzó otro taller de lectura y escritura.

El calor de la ciudad me esperaba. Encendí la radio y, al ritmo de la cumbia, volví a casa.

Ana Sicilia

2 Comments

  • Carlos fonseca Reply

    16/03/2019 at

    Hermosa y solidaria labor, felicitaciones…

    • queleerblog Reply

      17/03/2019 at

      Gracias!!! Se la haremos llegar a Ana 🙂

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